Mientras el mundo sigue empeñandose en encontrarse con un Dios que castiga por la sarta de tonterias y pecados que cometemos, Dios, por su parte sigue necio con acercarse a nosotros, y antes de que pronunciemos una palabra, ya nos encontramos envueltos en sus brazos, claro, siempre y cuando por lo menos nos acerquemos a él.
Nuestro ejercicio del día de ayer en Nicodemus, hizo uso de la parabola que Jesús cuenta para comprender cual es la oración que agrada a Dios (Lc 18, 9-14). Un fariseo y un publicano se acercan a al templo a orar, y mientras el fariseo con los brazos en alto se jacta de sus grandes esfuerzos por cumplir la ley y ser bueno, el publicano con la cabeza agachada y dándose golpes de pecho reconoce su fragilidad. De sus labios surge la más honesta y sincera suplica de un hombre: "Dios mio, ten piedad de mi, que soy un pecador".
Aquel hombre no necesitaba nada mas que el perdon de aquel a quien amaba tanto y que le dolia haber ofendido. Es una suplica humilde nacida del amor y la confianza de ser escuchado. ¿No es acaso ese el verdadero modo de orar ?
Muchos de nosotros vamos creyendo cada día de nuestra vida que debemos merecernos el amor de Dios, cuando él ha tenido la iniciativa de amarnos desde antes de depositarnos en el seno de nuestra madre. Otros tantos van a presumirle a Dios que se han portado bien -aunque realmente lo que les importa no es tanto que lo sepa Jesús como que lo sepa el mundo, de allí que lo griten a grandes voces- y a exigirle que les conceda algún privilegio.
El publicano simplemente asume su culpa y reconoce que Dios es quien puede perdonarlo. El publicano necesita del amor de Dios, y tirado en el suelo deja que Dios lo levante, como aquella oveja perdida que regresó con las noventa y nueve con el privilegio de ser cargada por los brazos de su pastor. Decepcionante hubiera sido la historia si aquella oveja hubiera llegado presumiendole a sus compañera que ella sola logró escalar los apriscos sin necesidad del pastor. Yo, como el publicano, prefiero la ventajosa verguenza de unirme a la gracia de Dios siendo cargado por él.
Y retornarndo a la expresión utilizada por el publicano, dimos en nuestro ejercicio de oración, con la historia del peregrino ruso que repetia constantemente aquella famosa jaculatoria del siglo XIII "Señor Jesús, ten piedad de mi, que soy un pecador". Aquel hombre sentia esa frase en su paladar como algo dulce, y en su corazón como algo consolador.
Imaginense todos los beneficios que tiene durante el día recordar que Cristo está junto a nosotros a lo largo de la jornada. En vez de escupir una maldición que no solo ofende al otro sino que daña nuestra dignidad convendría repetir todo el día el santo nombre de Jesús y recordar su consuelo: "Señor Jesús, ten piedad de mi, que soy un pecador...Señor Jesús, ten piedad..." y así a cada momento del día.
Intentemoslo en estos días; claro, siendo concientes de lo que estamos diciendo, por que sino la frase se convertira en un burdo "Hokus Pokus" que ni Harry Potter utilizaría. Digamosla con fe, con la confianza de que Dios esta conmigo, y está conmigo no como un mimo, sino como alguien que me responde, que me consuela, que me ilumina, que me alienta, que me alegra.
Vivamos la experiencia de aquel peregrino ruso que en su camino siempre contó con la presencia de Dios y tengamos la sencillez de dejarnos amar y perdonar por Dios, como lo hizo aquel dichoso publicano.